La música de fe obra milagros. Y más de una vez demuestra que las dificultades tan obvias y gratuitas puestas en su camino, sirven de poco cuando lo que hay tras suyo es una de las voces femeninas más altas del canto cristiano, una llamada Lilly Goodman, respecto de la cual era necesario el propósito del maestro Amaury Sánchez, de entregar al país un concierto para el cielo, objetivamente inolvidable, tal cual ha sido.
Tan solo 27 butacas dejaron de ser ocupadas en la Sala Carlos Piantini, del Teatro Nacional, en un espectáculo que dependía de sus ingresos exclusivamente de lo que se vendiera en boletas, porque – por suerte o desgracia vital- nadie tuvo, empresarialmente, la decisión de patrocinar un hito artístico de este nivel.
La voz de soprano dramática y afinadísima, de la joven dominicana que vio desarrollar su niñez y primera juventud en Villa Mella, lo llenó todo de unción y esperanza cristiana.
Sus éxitos, desde que abrió, cerca de las nueve de la noche, – media hora más tarde del inicio finado en boletas- con «El Dios que me ve», para continuar esbozando el tema, que casi es himno, “Cuán grande es”, cuyas letras recorrieron la piel de todos y se hicieron residentes en las muchas gargantas que le acompañaron en su tono más fiel y masivo, ahora con la densidad musical del marco que ofrecía la Orquesta Filarmónica de Santo Domingo, en cuya cima se encontraba la figura, aparentemente frágil de esta mujer negra, una que ha sabido saberse protagonista de una inteligente y meteórica carrera, que la ha llevado desde el canto anónimo en los cultos enclaustrados , primero, hasta que hizo sus primeras grabaciones, cuando comenzó a hacerse conciencia de que una voz como la suya , inspirada en el llamado y el amor de Cristo, tenía, por reto y obligación, que llegar muy lejos.
Un concierto por su naturaleza y estructura, que iba a resultar caro, pero que fue pagado peso a peso con cada boleta vendida – incluso financiando las otorgadas de cortesía- que tuvieron enorme demanda.
Una voz que cala muy dentro, unas letras inspiradas en fe y poesía, una musicalización que nadie nunca le había dado entrada a la Goodman para lucir como nunca antes, obra de un músico de conciencia profunda, uno que se llama Amaury Sánchez.
El punto clímax fue en instante en el cual hizo la balada «Al final», cuyas letras fueron asaltadas por el público que se hizo intérprete masivo y que la dejó a ella, emocionada y en silencio, en medio del escenario. A coro, la gente cantó:
«Siempre has estado aquí, tu palabra no ha fallado, y nunca me has dejado, descansa mi confianza sobre ti». Fue ese el momento para el llorar de muchos.
Goodman llamó al escenario a su director de orquesta en Houston Texas, Robert Martínez, quien le acompañó a piano para interpretar algunas canciones de sus inicios, siendo este el momento íntimo de la noche.
Terminó sobe las 11de la noche, con un público de pie, después de más de dos horas de alabanzas en una voz tan singular que era premio escucharla. Lilly Goodman tenía cinco años sin cantar en tierra dominicana.