Crítica de teatro: Yo tengo mi muñeca

El teatro tiene la extraña facultad de reflejar la vida como nunca antes podía haberse develado.

El teatro, más que un arte escénico para recrear y divertirnos por medio de sus proyectos preestablecidos para ese fin, puede ponernos en contacto con realidades, personalidades, concepciones.

El teatro es un universo que permite acomodar visiones y perspectivas, desde quienes lo conciben tan solo como un mecanismo de trabajo que genere ingresos (lo cual es legítimo) hasta el punto de soledad dramática de quien escribe obras que serán estudiadas medio siglo mas tarde, como retrato crítico de época, como mosaicos de un panorama mayor, incomprensible si no se reivindican sus partes.

La pieza exhibe, al menos, cinco narrativas: la del actor y su lenguaje corporal y vocal, la del tiempo, la del humor sarcástico que tiene valor por sí mismo, la  de la misoginia de un maestro universitario que encuentra recursos para su nihilismo existencial en el placer engomado de una muñeca plástica y la del texto como cuerpo creativo, deliberadamente trabajado al detalle en base a un poder de observación  de lo minio desesperantemente detallado.

 

Yo tengo mi muñeca nos ha permitido descubrir el potencial expresivo de un actor al cual el cine “nuevo” dominicano lo ha mostrado parcial y limitadamente.

El Yasser Michelén  (El hombre que cuida, – su mejor drama- , Cristo Rey, Trabajo Sucio, La Maravilla, Un cuarto para Josué, Dinero Fácil y su mejor comedia Todos las mujeres son iguales) que se hace dueño de la escena, prácticamente utilizando tan solo un pie cuadrado de sus tablas, ese que se empacha un discurso aplastante, vivo, ilustrado en detalles, con giros irónicos, con figuras que puestas en perspectivas por el autor, dejan de ser tan cotidianas.

Este unipersonal deja respecto de Michelén en claro su capacidad  interpretativa conquista al publico que se hace cómplice desde el silencio, mientras el discurso sigue sorprendiendo: la mirada egoísta y misógina de un típico profesor uasdiano, los recovecos del espacio universitario y sus espacios y sus signos, la narrativa del tiempo, las formas en que se miden las horas y minutos cuando es solo el pasar del reloj medido por un ser centro de su propio universo.

Podría etiquetarse el argumento de localista: puramente uasdiano, si siquiera capitalino, ni siquiera nacional, pero el arte es eso, reflejo del espacio y se puede adaptar a otros escenarios nacionales.

Carlos Castro he vuelto a hacerlo: proporciona la intensidad de un teatro que no sabe agotar su capacidad de sorprender, de mirar la existencia desde sus ángulos más grises.

Yo tengo mi muñeca es un trabajo escénico que reverdece esperanzas de un fortalecimiento de la huella histriónica dominicana, con clara vocación de ser global.

La mirada desde la muñeca como objeto complejo, más de lo que uno se imagina, involucra más que información técnica sobre el artilugio, las entradas de una concepción tan complejas como sorprendentes.

Una obra que se luce en espacios alternativos, que su programa sin anuncios es una hojita impresa digitalmente en Fototeria, los chinos que trabajan barato, rápido y con tiquecitos para los turnos, para dar lugar a un respeto de la crítica y un hito para la gente que exige con derecho consumado, un teatro realizado con instintos e intención, con posibilidad de que sus talentos (desde vestuario, dirección, texto, iluminación, se crezcan, Tal cual ha sido. De rigor es alegrarnos por el desempeño del codirector Osvaldo Añez.

Castro se está convirtiendo en conversación obligada en los medios artísticos que al principio era de tono circunstancial y esporádico, pero ahora ya no.

A Carlos, ahora hay que pensarlo en serio. Lo que hace es producto de talento, disciplina, creatividad y fruto de su proceso personal. Un tipo que no se vende para caer bien.  Castro hace lo que entiende y, por lo que se ve, ha emprendido un camino expresivo propio.

Su labor pasa ahora, con Quemando y Yo tengo mi muñeca, de lo secundario y alternativo pasa a lo trascendental, llamado a ser conocido y recomendado como signo del teatro nacional actual.

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