El reencuentro, inolvidable y amargo teatro del instante

El teatro, con El Reencuentro, vuelve a ser el arte del instante vivido cara cara, golpe a golpe, carcajada a carcajada, con el hondo humor negrísimo, reflejo de identidades posibles proyectadas en escena como motivo de risa, imitación risa o rechazo.
El montaje, con libreto original del dramaturgo y guionista de cine y televisión Ramón Paso y quien deja sentir el peso de su herencia familiar y la fuerza de su talento escritural, en tanto es, primero que todo, formado e inteligente y, segundo, nieto dramaturgo Alfonso Paso (de quien recordamos en el país su montaje Que Cura, que protagonizaba Salvador Pérez Martínez).

Salvada la oportunidad para exhibir una muy diferencia comedia dramática caracterizada por la exigencia en el trabajo actoral, descontados los esfuerzos de promoción y mercadeo, El reencuentro opera desde su dramaturgia para consagrar una reubicación de los talentos interpretativos de primera magnitud en el escenario nacional. La primera función de El reencuentro deja claro que no somos como país teatral, menos que nadie. Este montaje lo vimos en Madrid y confesamos que pudieran ser intercambiados sin alterar para nada el garrafón de su calidad puesta en escena.

La dirección de Waddy Jáquez, sensible, efectiva e incisiva, al tener bajo su influjo a dos mujeres en condición de dejar sus huellas, caracterizando dos hermanas cuya relación es la historia de desencuentros y divergencias existenciales, cuyo discurrir, rico en un parlamentario escrito conciencia, develara una trama para reír y llorar, dejando un mensaje que puede ser abierto o cerrado, según usted lo tome.
Resaltar que es noble el uso de los recursos técnicos (vestuario, tocados del pelo y maquillaje), pero se impone destacar la escenografía, que nos ubica en la ideología cuadrada y exigente del personaje a que le sirve de marco y concebida para ese espacio de actuación y de proyección visual. La Sala Ravelo volvió a premiarse con el encanto de una suma de buenos recursos para un quehacer teatral digno.
Nos habría gustado un efectismo mejor logrado de los disparos, con sensaciones de foguero y humo (balas de salva al efeto) y no solo el sonido grabado, que le resta verosimilitud a esa escena tan cargada.
Los temores que, sin dudar de la consistencia interpretativa de Castillo y Rodríguez, albergábamos en torno al choque de dos escuelas de formación teatral, se desvanecieron tan pronto cursaron los primeros procesos de conflicto entre las hermanas.

María Castillo, con su formación académica básica en el país y perfeccionada en la entonces Unión Soviética (junto a Rafael Villalona y Delta Soto), la han situación en una serie de roles, sobre todo de drama y de notable fuerza literaria. Maestra de generaciones de nuevos actores, la profesora impone el respeto que se adelanta a su nombre.
Castillo logra lo que pocas artistas del escenario alcanzan: ser dos personajes sucesivos, con líneas de discurso confrontadas, notable diferencia en la modulación y el sustento de movilidad corporal a cada parlamento. Eso no se puede contar con validez. Hay que verlo.

Rodríguez, tras estudiar actuación en la Escuela Nacional de Bellas Artes, y tras ser titiritera y actriz, se radica en Puerto Rico, país en que siguió estudios y trascendió en los escenarios boricuas, con mucha incidencia en presentaciones en su patria, tanto en humor como en drama o como combinación de ambas gamas de expresión.
El resultado final de su menjurje actoral es una combinación que marca distancias, que sabe al teatro de calidad que siempre se nos debe y que nos sumerge en una experiencia digna de ser repetida más de una vez.
 

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